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Poemas dedicados a Málaga

 

Málaga tiene la suerte de contar con un gran elenco de poetas que le han dedicado un poema a la ciudad de Málaga como: Picasso, Federico García Lorca, Vicente Aleixandre, Antonio Machado, Luis Cernuda, Jorge Guillén, Manuel Alcántara, Francisco Giner de los Ríos, José Moreno Villa, Rafael Alberti, Emilio Prados, Edgar Neville, Pablo Neruda y María Victoria Atencia entre otros muchos.

Picasso (1881-1973)

Dibujo de sus curiosidades retorcidas caracolas de bizcocho y churro

malagueño tejeringo y sus collares de manojitos de boquerones.

‘En Málaga’, de Federico García Lorca (1898-1936)

Suntuosa Leonarda.

Carne pontifical y traje blanco,

en las barandas de ‘Villa Leonarda’.

Expuesta a los tranvías y a los barcos.

Negros torsos bañistas oscurecen

la ribera del mar. Oscilando

–concha y loto a la vez-

viene tu culo

de Ceres en retórica de mármol

‘Subida a la Alcazaba’, de Vicente Aleixandre (1898-1984)

Subir por esa escala, callando, hacia arriba, hacia la luz.

¡Alcazaba mía malagueña!

Subir por la sombra, presintiendo arriba todavía el agua antigua de la fuente que fluye.

Subir con el corazón que ahora sufre, solo, creído.

¡Quién te encontrara, niño que fui y que, acodado, veías

el vasto paisaje de Málaga, leve en las luces!

¡Quién supiera que arriba estabas, solo, asomado!

La mejilla en la mano, sobre la piedra, el pecho en la piedra.

Y unos ojos serenos, todavía nacientes, puros, mirando.

Subir por esta escala muda, sin ruido, en la sombra.

Subir apresurándose, casi como un sueño dichoso, con el corazón oprimido pero esperando.

Y saber que arriba está el niño que fuera, que fue, que dura y contempla.

Masa de tiempo dulce, sí, suspendido

sobre una Málaga que volaba, blanda en las luces.

Y asomar y un instante verle, quieto, concreto,

con su rostro en su mano niña, y el aire, y oír el agua.

Y cerrar poco a poco los ojos -¡Málaga, quién te mira!-

y abrirlos luego despacio, leve -y otra vez el agua…–,

ahora niño claro que aquí acodado, puro, contempla.
‘Elegía anticipada’, de Luis Cernuda (1902-1963)

Por la costa del sur, sobre una roca

Alta junto al mar, el cementerio

Aquel descansa en codiciable olvido,

Y el agua arrulla el sueño del pasado.

Desde el dintel, cerrado entre los muros,

Huerto parecería, si no fuese

Por las losas, posadas en la hierba

Como un poco de nieve que no oprime.

Hay troncos a que asisten fuerza y gracia,

Y entre el aire y las hojas buscan nido

Pájaros a la sombra de la muerte;

Hay paz contemplativa, calma entera.

Si el deseo de alguien, que en el tiempo

Dócil no halló la vida a sus deseos,

Puede cumplirse luego, tras la muerte,

Quieres estar allá solo y tranquilo.

Ardido el cuerpo, luego lo que es aire

Al aire vaya, y a la tierra el polvo,

Por obra del afecto a un amigo,

Si un amigo tuviste entre los hombres.

Y no es el silencio solamente,

La quietud del lugar, quien así lleva

Tu memoria hacia allá, mas la conciencia

De que tu vida allí tuvo su cima.

Fue en la estanción cuando la mar y el cielo

Dan una misma luz, la flor es fruto,

Y el destino tan pleno que parece

Cosa dulce adentrarse por la muerte.

Entonces el amor único quiso

En cuerpo amanecido sonreírte,

Esbelto y rubio como espiga al viento.

Tú mirabas tu dicha sin creerla.

Cuando su cetro el día pasa luego

A su amada noche, aún más hermosa

Parece aquella tierra; un dios acaso

Vela en eternidad sobre su sueño.

Entre las hojas fuisteis, descuidados

De una presencia intrusa, y ciegamente

Un labio hallaba en otro ese embeleso

Hijo de la sonrisa y del suspiro.

Al alba el mar pulía vuestros cuerpos,

Puros aún, como de piedra oscura;

La música a la noche acariciaba

Vuestras almas debajo de aquel chopo.

No fue breve esa dicha. ¿Quién pretende

Que la dicha se mida por el tiempo?

Libres vosotros del espacio humano,

Del tiempo quebrantásteis las prisiones.

El recuerdo por eso vuelve hoy

Al cementerio aquel, al mar, la roca

En la costa del sur: el hombre quiere

Caer donde el amor fue suyo un día.

‘Ciudad perdida’, de José Infante (1946). (Homenaje a Vicente Aleixandre)

Esta tierra también es tu memoria,

ciudad o mar, el aire que la envuelve,

la luz que la confirma y el sol que le da vida.

Por sus calles abiertas conocí la hermosura,

patria de la inocencia, la orilla de la playa,

luego abismo en donde, ángel caído,

adiviné la muerte y su desierto.

Pero ¿dónde están ahora su luz y su divisa?

¿dónde estarán el brillo y el perfume de sus días

en los que todo se inauguraba

y el mar era ya sólo el límite del sueño?

¿Dónde está el paraíso, presentido en sus atardeceres de púrpura y de fuego?

¿Y que fue de aquel niño que volaba despierto

cuando el mundo era sólo el perfil de los dioses?

Todo se fue perdiendo, como se pierde

el mar si el horizonte se confunde en el cielo.

¿Fue la ciudad, fui yo, fue la distancia?

¿Quién se perdió en el tiempo,

el jardín imposible que no conocía sombra

o el muchacho que huyó de su destino?

Si conocí el amor fue porque estaba

al lado de la espuma, si amé la libertad

fue porque nunca se acababa la orilla.

¿Quién enredó el olvido y la memoria,

el abandono y su largo silencio de reproches,

el regreso y el fracasado sueño de ser libres?

Un largo laberinto se interpuso en mis ojos,

cuando miraba la lentitud de piedra

que cerraba sus manos a mi herida.

Cuando sentía la canción enmudecida

de las olas. ¿O era el silencio que acallaba

los ecos en la noche sin fin de la tradición?

Si la memoria me dice que estás lejos,

el corazón me acerca a tus palmeras.

Si el viento del recuerdo nos separa,

la inmensidad del mar me lleva al litoral.

Todo de lo que vengo se confunde en tus aguas

y en sus conchas traslúcidas se quedan mis raíces.

Ya solo nos queda, oh Málaga perdida,

si in día nos encontramos, tendernos juntos,

como entonces, a mirar la bahía.

‘Otoño en Málaga’, de Pablo García Baena (1921-2018)

Huésped ligero el otoño llega

silencioso hasta Málaga. Yo rezo

por sus vendas benéficas de lluvia

fajando el dulce corazón maltrecho

del verano y su carne. Beso llamas

en las murientes hojas del recuerdo.

Adiós, fría glorieta. Sobre el banco

extiende octubre harapos verdinegros.

Caen frutos y pájaros. La niebla

cicatriza los besos.

‘Paseo Marítimo, Málaga’, de Jorge Guillén (1893-1984)

La luz –entre cielo y mar–

Se filtra por la persiana.

Quiere sólo murmurar

Este cotidiano hosanna.

El balcón es ya un resumen

Del horizonte marino,

Ancho y largo, sin volumen.

El centelleo no abrasa,

Platea. Yo lo percibo

Como un ondear, cautivo

En una pared de casa.

Mar azul, ahí delante,

Contemplo entre los barrotes

Del balcón. Matisse constante.

‘Niño del 40’, de Manuel Alcántara (1928)

Una luz por el parque y el pitido

de un barco que se fue, que se está yendo.

Una luz que conozco y que comprendo

y un barco que partió y que no se ha ido.

Palomas. Y biznagas que han querido

serlo para volar. También lo entiendo:

ser otro y ser lo que estuvimos siendo.

Acaso alguna lo haya conseguido.

Un tranvía de sol con jardinera

y en los Baños del Carmen gran carrera,

concurso entre sirenas y delfines.

No se estaba ya en guerra aquel verano,

mi padre me llevaba de la mano,

yo estudiaba segundo de jazmines.

‘Otoño en Málaga’, de José Luis Cano (1912-1999)

Suave otoño va amaneciendo.

Trémula aflora la ciudad.

Qué ala fresca para la sangre,

entumecida de soñar.

Vuelan las aves embriagadas

por la amorosa claridad,

y un brillo da a las cosas

una tierna serenidad.

Dulce prodigio cotidiano

de ver, oír, oler, andar,

de resbalar cálidamente

por esta luz, por esta paz;

de ir bebiendo zumo de horas,

el aire azul, la brisa agraz,

y el tibio seno de la tarde

calladamente acariciar.

Ya las almas van despertándose

de su trémulo entresoñar,

y nuestra piel abre sus labios

al don fresquísimo del mar.

La tarde tibia para el sueño.

La noche dulce para amar.

‘Alabanza a Málaga’, de Umar al-Malaqui (siglo XV)

Málaga, donde encontrará una atmósfera limpia,

arriates que invitan a la siesta

y un reposo que, como suele decirse, se mete en las almas:

donde hallará fragantes perfumes,

valles serpenteantes

y costas en las que se ensancha el pecho herido;

donde la violeta sirve en rueda los cálices del junquillo,

y los jazmines son como luceros que surgen en pleno día;

donde el aroma de azahar se mezcla con el perfume de la toronja y las brisas de la mañana…

‘Málaga’, de Jean Cocteau (1889-1963). Traducción: José María Souvirón

El mar corría detrás de sí mismo en las olas,

la jábega tenía ojos de egipcio muerto

para verse peinar su cabellera de algas.

Mi mano estaba abierta hacia un perfil gitano.

El mundo antiguo había puesto a secar sus ropas

en una higuera seca. De ella cayó el ahorcado,

sin que se conmoviera la sirena en las tablas

ni alcanzasen las gitanas su perfil abatido

‘Marinas V’, de Pedro Molina Temboury (1955)

En la secreta cala, una muchacha

de breve pecho y de cintura leve

deja un rastro de perlas en el agua.

Ajena está la ninfa naturista

a sátiros y faunos emboscados

entre riscos y peñas.

Ave del paraíso la walkiria

que soñábase sola en esa playa

bajo una hambrienta turba de mirones

‘Hija de la espuma’, de José Bergamín (1895-1983) (fragmento)

¿Málaga existe?

Fuera de España, y un poquito fuera del mundo, tal vez.

Se supone que la descubrió a principios del siglo veinte (X y O)

el aventurero Pablo Picasso; o que la inventó, entre perspectivas septentrionales, y por sorpresa.

(¡Ay, terrible broche de Picasso, doloroso como un cinturón ajustado, se me quedó clavado en las entrañas!).

Málaga limita al N. con el océano glacial ártico y al S. con el océano glacial

antártico; al E. con el mar del Japón y al O. con el mar del Japón otra vez.

No tiene remedio.

La había soñado para poder llegar a verla. La he visto para no volverla a soñar.

Me moriría si no.

‘Catedral de Málaga’, de Gerardo Diego (1896-1987)

Naciste de la pura geometría,

blanca en la mente azul delineante,

y eres proyecto siempre, alzado instante,

espuma puesta en pie, cuajada y fría,

mas tan real de piedra y teología

que se me van los ojos al bramante

incorruptible, a la plomada amante

de que Dios más que nada se gloría.

Clarividencia de arcos y de claves

visitada por ángeles bautistas,

aula que a fe me mueves y descalzas,

roca y cristal de sal, rada de naves

tu alumno quiero ser si a ti me alzas,

en vuelo anclado palpitando aristas.

‘Petroleros’, de Juan Manuel Villalba (1964)

Aparecen. Y nunca están llegando.

Asumen de improviso la nobleza

de los grandes mamíferos, su manso

tonelaje. Detrás de algún pequeño

puerto se pueden ver, acomplejados,

aullando roncos contra

la niebla, satisfechos en secreto

de la gran dignidad que alcanzan.

Son el alma perdida

de los que miran, indefensos,

alguna vez el horizonte.

Antonio Machado (1875-1939)

Junto al agua negra

Olor de mar y jazmines.

Noche malagueña

‘Málaga (Pregonando el ‘pescao’)’, de Manuel Machado (1874-1947)

¡Lo que da la mar!

¡Lo que da la mar!

¡Boquerones!

¡Sardinas, jureles!

¡Boquerones, hojitas de plata,

que, frititos, se vuelven de oro!

De ellos tiene la mar un tesoro…

La tierra, sus minas…

Y la mar…,pues la mar de sardinas…

¡Victorianos, chanquetes, jureles,

boquerones, que a mar sólo huelen…!

¡Victorianos! ¡Del Palo!

…Serrana

la que lleva en el pelo mosquetas de grana

y en los labios claveles ‘moraos’…,

para usté van a ser ‘regalaos’,

por esa carita bonita…

Y, además, al café de Chinitas

la voy a llevar

‘pa’ que oiga las coplas

que a mí me han ‘sacao’…

¡Los chanquetes! ¿Quién quiere comprar?

Una cosa tan chica y es… ¡toíta la mar..!

¡Boquerone-e-s!

‘Mar en Nerja’, de Francisco Giner de los Ríos (1839-1915). Fragmento

Atardecer brumoso

cuando paseo.

Huele a jazmín y rosa,

a frescura del huerto.

Mis ojos se quedan

en las manchas verdosas

de las frágiles cañas,

de la morera cansada,

en el júpiter rosa

—mancha de sangre clara

sobre el chirimoyo oscuro—,

en el blanco alegre

de los jazmines

y en el verde triste

de las higueras.

Y se ve a lo lejos,

entre las hojas amarillas

de los plátanos

indolentes y melancólicos,

la mancha gris

de un mar risueño de luna.

‘Almendros en flor (Ronda)’, de Rainer María Rilke (1875- 1926)

Os contemplo infinitamente asombrado, dichosos en vuestra actitud;

en vuestro efímero ornato sois portadores de un sentido eterno.

Ay, quién supiera florecer como vosotros: para ése su corazón se encontraría

por encima de todos los pequeños peligros, en el grande estaría sereno.

‘Tres momentos del parque de Málaga. Los niños triunfan’, de José Moreno Villa (1887-1955). Fragmento

Atardece. Las mangas de riego culebrean

sus chorros diamantinos. Reverdece el jardín.

Es hora familiar. Las amas cuchichean.

De cada mata surge riendo un querubín.

Fray Angélico hubiera pintado estos rosales;

Murillo estos pañales

y esta cara de virgen andaluza y gitana.

(Un coche fugitivo lleva una flor pagana,

que encandila los ojos de los hombres formales).

‘Estación del Sur M.Z.A. Expreso de Andalucía. Salida: 20,20’, de Rafael Alberti (1902-1999). Fragmento

Málaga. (El farolillo colorado

del reloj, reolina el minutero,

gira, ruleta infiel, descarrilado).

-¡Dátiles de la mar! Una palmera,

tu quitasol, cuando por la bahía

rubrique un arco tu gasolinera.

¡El Coche-Restorán! (Menú: claveles al

salitre francés: plato del día;

y vino de amarantas moscateles.)

-¡Adiós, adiós, adiós! En los viajes,

beba usted solo, con la vista, el viento

de los precipitados paisajes.

‘Málaga’, de Edgar Neville (1899-1967). Fragmento

Si Málaga no fuera una palmera,

si no fuera una sombra larga y fresca,

y si no fuese un tanto melillera,

con moros, con soldados, con chumberas…

¿Sería Málaga, si todo esto no fuera?

Si no tuviera el callejón propicio,

la esquina misteriosa y recoleta,

y ese balcón con perfume de labios,

y aquella inesperada plazoleta…

¿Sería Málaga, si todo esto no fuera?

‘Transfiguración junto al mar (Peñón del Cuervo)’, de Emilio Prados (1899-1962)

¿El barco?…

¿La piedra?…

¿El sol?

(Silencio)

En la noche abierta

todo huele a corazón

¡El barco!

¡La piedra!

¡El sol!

‘Tierras ofendidas’, de Pablo Neruda (1904-1973). Fragmento

Málaga arada por la muerte

y perseguida entre los precipicios

hasta que las enloquecidas madres

azotaban la piedra con sus recién nacidos.

Furor, vuelo de luto

y muerte y cólera,

hasta que ya las lágrimas y el duelo reunidos,

hasta que las palabras y el desmayo y la ira

no son sino un montón de huesos en un camino

y una piedra enterrada por el polvo.

‘Marbella’, de Gloria Fuertes (1917-1998)

Nada saben de esto los pulpos que viven debajo de la playa,

con sus múltiples brazos abrazan cuanto tocan

donde más bien se agarran las raíces de roca,

donde sueña una sueca haciéndose la ídem.

‘Vuelta a la mar de Málaga (Rincón de la Victoria)’, de Manuel Alcántara (1928)

Vine a la mar dudando si estaría

donde yo la dejé: junto a la raya

donde la espuma eventual acalla

su antigua discusión con la bahía.

Llegué a la mar. Estaba todavía.

Ella lo mismo y yo distinto. Vaya

una cosa por otra y, por la playa,

vayan los dos en busca de aquel día.

Vine a la mar y me encontré en la arena

—niño llevando cubos a la pena

y palas a la orilla del verano—.

Me hice a la mar, estando hecho al recuerdo,

por perderme otra vez como me pierdo

junto al que fui, cogidos de la mano.

‘Mar’, de María Victoria Atencia (1931)

Bajo mi cama estáis, conchas, algas, arenas:

comienza vuestro frío donde acaban mis sábanas.

Rozaría una jábega con descolgar los brazos

y su red tendería al palo de mesana

de este lecho flotante entre ataúd y tina.

Cuando cierro los ojos, se me cubren de escamas.

Cuando cierro los ojos, el viento del Estrecho

pone olor de Guinea en la ropa mojada,

pone sal en un cesto de flores y racimos

de uvas verdes y negras encima de mi almohada,

pone henchido el insomnio y en un larguero entonces

me siento con mi sueño a ver pasar el agua.

‘Aduana con palmeras’, de Aurora Luque (1962)

La ciudad sin instinto de ciudad

la fragmentan los parques de exotismo importado.

Altísimas palmeras oscilantes

sobre edificios públicos

detienen al viajero.

El verano y la muerte

se citan en paseos con palmeras

y parasoles blancos y palomas.

Se enseñan mutuas fotos. Se les oye contar

con gestos minuciosos

sus ganancias y pérdidas recientes.

‘Reding’, de Álvaro García (1969)

He mirado la verja de unas tumbas,

la fuente en que bebían los caballos,

el sosiego que guarda para sí este paseo

de escaparates mínimos, sin gente.

Esta ciudad no es ya el poder de tedio

que yo un día temí como a un murmullo.

He visto el mar con alguien,

apenas una voz que ha reído a mi lado

esos submarinismos minuciosos

del pájaro que pesca

y eso es, pienso ahora, la ciudad,

un contemplar pagano,

sin pedirme a mí nada ni yo a ella:

mi ciudad, la hoja rosa, el alto seto.

‘El día de sellado’, de María Eloy-García (1972). Fragmento

la ciudad levanta la prisa hacia arriba

tramita de centros los barrios

circunvala de brazos cruzados

mira y pestañea con todos los semáforos

muestra que está abierta plenamente

y en esa ciudad estás tú

en algún punto latitud longitud

estás guardando tu secreto

a esa multitud que rodea los mercados

que trafica con dinero

que escatima tu subsidio

estás rondando la n tres cuarenta de tu litoral letal

caminando hacia aceras

perforando túneles

con la cabeza de pensar

haciendo carteles en el sencillo pacto de mirarlos

pero si tú desapareces

la ciudad se hace lenta

hacia abajo

se limita a un recuerdo

se pone dominical y religiosa

hay tanta naturaleza donde no estás

que quererte es un acto social y urbano

muy civilizado

te cedo el paso

te cedo el peso

te cedo el piso

te cedo el poso

y te cedo el pulso

Fuente:‘Andén Sur. Málaga en la poesía del siglo XX’, con edición de Rafael Inglada.
Fuente:‘Málaga. Meeting Point’, dirigido por Lorenzo Saval y asesorado por Mesa Toré.

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