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Bandolero Zamarrilla

Cristóbal Ruiz Bermúdez, más conocido como el Zamarrilla, fue el más temible y sanguinario bandolero que se recuerda, nació en 1796 en Igualeja. Capitaneaba una cuadrilla de bandoleros de similar calaña, y que, bien armados de arcabuces, pistoletes y navajas, vivían entregados al asalto de caminos, saqueando diligencias y robando a todos los transeúntes que se les ponían al alcance, en la más absoluta impunidad.

El Zamarrilla debe ese apodo a una cruz, que los primeros habitantes del barrio de la Trinidad habían levantado al final de la calle Mármoles, en una amplia zona despoblada en la que crecía la zamarrilla con tal exuberancia que los antiguos lugareños bautizaron a la cruz con ese nombre, la Cruz de Zamarrilla, nombre que luego heredaría la ermita que se levantó en ese mismo lugar para la veneración de la Virgen de la Amargura y con el que aún se la conoce en nuestros días.

El Zamarrilla y sus hombres se vieron acosados y perseguidos por los miembros de una nueva institución para combatir el bandidaje. La banda fue poco a poco deshaciéndose, y el bandolero se vio abandonado a su suerte, vagando en solitario y empujado por el hambre hacia las cercanías de la misma Málaga, en cuyo barrio de la Trinidad tenía una novia, la cual, de noche, y procurando no ser vista, proveía al perseguido de algún alimento.

Cierto día en que, amparado por las penumbras de la noche, acudía confiado el Zamarrilla al encuentro con su novia, alguien lo vio y avisó a la Guardia Civil. El bandolero confió a su novia la intención de ocultarse por un tiempo y le pidió juramento de fidelidad, al que ella, enamorada, respondió con la simbólica entrega de la rosa blanca con que adornaba su pelo.

En medio de la más absoluta oscuridad, los agentes van tomando sigilosamente una a una las solitarias calles trinitarias. Viéndose perdido por el cerco al que estaba sometido, hace un primer intento de retroceder hacia la sierra que siempre lo había ocultado , pero esa escapada era ya imposible: no había más solución que adentrarse en la ciudad y perderse entre los callejones.

Desesperado, en una frenética y veloz carrera sube por el atajo que lleva a la ermita, se refugia en ella y se oculta donde se veneraba la sagrada imagen de la Virgen de la Amargura. Tal vez era ésa la primera vez en su vida que aquel desalmado pisaba un sitio sagrado. Pero por temor a la horca, o consciente quizá de que está viviendo los últimos momentos de su vida, se postra de hinojos ante la venerada imagen de la Virgen y le ruega, suplicante y temeroso, que le salve de sus perseguidores. Sin pensarlo, decide esconderse debajo del manto de la Madre de Dios.

En esos instantes irrumpen apresuradamente en la ermita los agentes de la Guardia Civil, que, cuidadosamente y con toda clase de precauciones, registran el recinto palmo a palmo, por todas partes, incluyendo el manto de la imagen de la Virgen Dolorosa.

La sorpresa de los representantes de la Ley era inefable: a pesar de su convencimiento de que el Zamarrilla había entrado en la ermita, no lograban encontrarlo en ningún sitio, parecía haberse esfumado junto a las lenguas de humo que salían de las velas que iluminaban los pies de la Virgen, era como si se lo hubiese tragado la tierra. Cansado ya de su infructuosa búsqueda y seguro de la imposibilidad de que el bandolero se hallase oculto en aquel santo lugar, el oficial al mando da la orden de abandonar la ermita.

Convencido el Zamarrilla de que los miembros de la Benemérita se habían marchado, sale de su escondite todo emocionado y tembloroso. Mira detenidamente la sagrada imagen y, sin articular palabra, deja hablar a lo más íntimo de su corazón, y, con la manos unidas y lágrimas en los ojos, le da las gracias a aquella Virgen que lo había salvado de sus perseguidores.

Como persona agradecida a pesar de su tosquedad, coge la rosa blanca que llevaba guardada, y, con un ánimo entrecogido como nunca antes había sentido en su desaforada vida, aquel temible bandolero, aquel facineroso sanguinario, aquel hombre perverso, despiadado y duro de corazón hincó la rosa en su puñal y, poniéndose a la altura de la Virgen, lo clava con suavidad en el pecho de la imagen para que la rosa blanca se quedara sujeta. La alba flor ha quedado prendida en el pecho de la Madre de Dios.

Es entonces cuando aquel hombre, que aún no había salido de esas primeras emociones, contempla, entre el asombro y el miedo, que la rosa blanca que un momento antes había prendido en el sagrado pecho de aquella imagen, se va tiñendo lentamente de sangre.

Sobrecogido por lo que está viendo, toca la imagen pensando que se había tornado humana. Con inusual ternura, le acaricia el rostro y comprueba que sus lágrimas son simples gotas de transparente cristal y su talla, de madera. Todo en ella es rígido armazón, nada hay de humano en ella. Pero la flor, aquella rosa que hasta hace unos instantes tenía la blancura de la nieve, continúa sangrando hasta quedar convertida en una esplendorosa rosa roja. Se dice que el Zamarrilla llega a la firme convicción de que la Virgen había cambiado el color blanco de la rosa por un color rojo vivo para hacerle partícipe también a él del perdón de los pecados por la muerte de Cristo en la cruz, pues ese color rojo era el símbolo de su redención de la sangre derramada por sus víctimas.

Una tarde, ya casi anochecido el día, cuando iba caminando el Zamarrilla por la vereda que lo llevaba, como cada año, hasta la Virgen de la Amargura, fue interceptado por unos salteadores, que, al no hallar en el fraile dinero ni objeto de valor alguno, lo apuñalaron hasta darle muerte. Entre sus manos aún estaba la rosa de su ofrenda anual, que, milagrosamente, había cambiado su color rojo por un blanco tan resplandeciente que ni la sangre había manchado. Cristóbal Ruiz, el Zamarrilla, había culminado plenamente su expiación.

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